La mañana se despierta húmeda y lánguida, casi tan pegajosa como el barro que tapiza la escena local. Los últimos estertores de la tormenta mantienen en vilo los pensamientos y empujan, por reflejo de supervivencia, los cuerpos extenuados de los pobladores. Fue una jornada dura. El caos se mezcló con el miedo, la incertidumbre con lo inusual.
Una cámara captura el paso del Cabayú. El lente se detiene, manos invisibles hacen foco en una precaria pasarela que atraviesa el arroyo al final de calle Urquiza. Esta arteria de cemento, que nace sobre las barrancas hacia el oeste, atraviesa la ciudad por el medio, hasta Brown. Y, desde allí, baja abruptamente hasta chocar contra un guardarraíl que indica, sin señal visible, el final del asfalto. Del otro lado están un puñado de pobladores, a quienes se los reconoce como “los que están detrás de la pasarela”. Ellos viven en un espacio de tierra que es contorneado por el arroyo, con una salida por la calle Ricardo Fels. Son unas seis o siete casas habitadas por familias que bien conocen la rebeldía natural.
Pegada al arroyo está Itatí, una luchadora incansable. Trabajó casi toda su vida como empleada en casa de familia. Hoy tiene 64 años y está jubilada.
Al ingresar a su vivienda una línea negra, a unos dos metros de altura, divide la pared en dos. Es tan perfecta que parece trazada con una regla. Su presencia impacta como testigo silencioso de la magnitud del fenómeno. Abre el horno de la cocina recordando “la compré hace poco, todavía la estoy pagando”, y de reojo señala la heladera “ya no sirve más”. Su postura firme se desmorona disimuladamente cuando recuerda a sus animalitos, “se murieron todos; a dos patos los encontré duros arriba del techo”. Con una actitud protectora acaricia a un gato que se salvó por subirse al ropero, aferrándose instintivamente al único mueble que resistió la correntada.
Las cosas mojadas fueron sacadas al patio. Entre ellas había una caja de zapatos toda destartalada con elementos de belleza (pinturas, cremas). Todos inutilizados por el agua. “No voy a dejar de pintarme, aunque sea con lo que me quede”. No es coquetería, es no dejarse arrollar por la adversidad. Entonces su risa vuelve y, con un poco más de tranquilidad, reflexiona: “perdí casi todo, pero hay gente que puede estar peor. En estos momentos no hay que aprovecharse para sacar ventaja para uno”. Es cierto. A Itatí le falta de todo, pero le sobra dignidad.
La casa de al lado tiene el patio cubierto de sábanas y cobijas desplegadas, esperando el sol que aún no llega. Allí vive Gloria tiene 38 años, dos hijos y una historia de salud preocupante.
En pata, vestida con la ropa que pudo salvar, comenta “tenía que operarme, pero ahora se complicó todo”. Ella está bajo tratamiento por un cáncer en el útero. Con la radioterapia se complicó el intestino, y ahora está con una colostomía. Mientras despierta a los chicos -quienes duermen en camas apoyadas sobre ladrillos- se lamenta el no poder tener una casa propia. “Acá alquilo, pero me gustaría tener una casita para criar a mis hijos. Como no tengo sueldo no me puedo anotar para los barrios de viviendas”. Su patio está salpicado por ropas, juguetes, baldes, papeles. Como si un ventilador gigante hubiese desparramado alocadamente las cosas inutilizadas, depositándolas sobre el barro y los pocos alambrados que quedaron en su lugar.
Al percibir el olor fétido que viene del patio comenta “acá al lado está la planta de bombeo para las cloacas. Pero cada dos por tres se rompen los caños y queda al aire libre, ¿se imagina el peligro para los chicos? Ojalá consiga otro lugar para vivir, pero no es fácil”.
Su imagen queda suspendida en una cocina desordenada, mientras limpia la mesa. A pesar del mal tiempo, habrá tortas fritas para la gurisada.
En la casa de la esquina vive Luis, tiene 46 años. En el barrio todos lo conocen por el apodo de “el grillo”. Su compañera está bajo diálisis por un problema renal. Tienen cinco hijos. El grillo se gana la vida en su pequeña carpintería. En el fondo de su casa, bajo un alero, trabaja la madera. Su voz se resquebraja cuando recuerda “después de sacar a los gurises, volví para tratar de correr las máquinas de mi tallercito. Pero no me dio tiempo a salvar nada. Estamos recibiendo ayuda y estoy agradecido, pero a mí me gustaría seguir trabajando para ganarme el puchero de todos los días, como lo hice siempre”. Él ha pasado por momentos duros, pero ahora es distinto. “No sé cómo voy a hacer para empezar de nuevo. Yo solo no puedo”. Mientras apura un mate medio frío recuerda las imágenes que le tocó sufrir y que luego revivió en la tele de unos familiares. Algunos de los autos que se ven el video viral pasaron frente a su casa. En su lamento -mezcla de resignación y realismo- expresa: “la fuerza del agua era impresionante. Gracias a Dios que fue de día. Si nos agarraba de noche, no contábamos el cuento”. Mientras sus botas se hunden en el barro, sus manos curtidas emprenden el camino de la reconstrucción.
La imagen desanda de vuelta el trayecto de las maderas gastadas y húmedas de la pasarela.
A lo largo del Cabayú Cuatiá quedan muchas Itatí, muchas Glorias y muchos Luis. Cada uno con sus historias de vida, íntimas e irrepetibles. Cuando pase la contingencia, no hay que olvidarse de todos ellos. Porque ahí recién comienza… el día después.Por Ramón Belén López-
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